Usuarios, algo más
La hora punta del Centro de Día Luz Casanova es el almuerzo
Su Auxiliar de Servicios Sociales ejerce de particular guía
“Usuario: dicho de una persona. Que tiene derecho de usar una cosa ajena con cierta limitación.” - RAE
Comedor del Centro de Día Luz Casanova |

Aquel
darse de bruces con el mundo como si de un pañuelo se tratase aconteció hace aproximadamente un año. La vida profesional de Laura ha dado un giro de 180 grados pues
aunque continúa trabajando en dicho centro, no es gracias a las prácticas del
Ciclo Formativo de Grado Superior de Integración Social que cursó entre 2013 y
2015 sino ya como remunerada Auxiliar de Servicios Sociales. Una profesión que nunca
tuvo en mente durante una levantisca adolescencia. Su quimera era estudiar
psicología pero la vida y las matemáticas terciaron.
El cigarro de antes y después
Arribo
antes de la hora citada al portal 15B. Llega también un cartero que entrega
correspondencia a Julio y un “¡Hasta mañana!”. Es la hora del pan y el agua
pero los más ávidos que entraron a las 12.45h ya descienden las escaleras con
el buche colmado para disfrutar del cigarrito de la sobremesa con el sol de
Madrid tras la perenne lluvia de estos últimos días. Uno de los varones porta
una original cajetilla metálica llena de tabaco de liar e incluso un teléfono
móvil. No un smartphone. Ataviado con
un chándal negro de dos piezas con rayas blancas marca Adidas, lo conjunta con un polo rosa chicle que quebranta la vista,
pero el bolsillo impera, no la moda. Mientras disfruta de las caladas, una
mujer de tez más bruna que la ceniza, le pregunta por la hora: la una y media
de la tarde. La fémina deposita una bolsa negra y una caja de cartón apoyadas
en el tronco de un árbol. Limpia en la contigua Asociación Amigos del Pueblo
Latinoamericano (APLA).
Un
muchacho de apariencia marroquí y adolescente se apoya a mi derecha en el coche
blanco. Escupe como si intentase aumentar el diámetro del charco de enfrente.
Mueve con impaciencia sus zapatillas negras marca Lacoste. Está esperando a tres mozos también marroquíes. El cigarro
continúa resistiendo a pesar de no ser industrial, el viento y el frío.
Prosiguen las idas y venidas de usuarios con el estómago henchido o todavía
desierto. Otro caballero desciende las escaleras. No saca ningún cigarro pero
espeta en alto una queja: “Cuando me duele, ya no me levanto”. La espalda le
está jugando una mala pasada. El fumador de polo rosa chicle, cual medicastro,
dictamina que es por el “cambio del tiempo”.
Incógnita resulta. Harto ya del casero pitillo, lo lanza todavía
encendido cerca del charco. El impacto no lo apaga. Regresa al asimismo frío
del interior.
La
última en salir a fumar es Laura. No ha comido aún pero el cigarro previa
manduca es sagrado. Consigo lleva el piti
de turno, el mechero, un chicle, un bolígrafo publicitario, una agenda y una
hoja arrancada de un cuaderno con las “chuletas de los horarios”, explica con
la todavía normal confusión al volver al trabajo tras unas vacaciones obligadas
en el paro desde que acabó las prácticas en este mismo centro hace siete meses.
Ahora sabe que por lo menos cotizará a la Seguridad Social durante un año.
Botines
negros, leggins formales de tono azul
y una camisa a cuadros morada y blanca que esconde parte de los muslos conforman
el atavío de quehacer. El único vestigio de maquillaje es la negra raya del
ojo. Las acentuadas ojeras responden a la genética. Esconde sus uñas largas
pues se ha olvidado de pintárselas. El cabello dejó atrás su adolescente época
de loco tinte. Ahora, el innato castaño vence al negro artificial cada vez
menos presente. El flequillo camufla unas largas y frondosas cejas. Un anillo,
un colgante y unos pendientes son los únicos abalorios de un atuendo que no
requiere consonancia.
Al centro
y para dentro

Al acceder y ascender la escalinata, la fotografía en
blanco y negro de una joven Luz Rodríguez Casanova da la bienvenida. Los
sentidos se apoderan de uno. El olfato combate el fuerte olor un tanto
nauseabundo. La vista, en cambio, se entretiene con los espigados techos.
El hall del
centro se erige como el ‘punto de acogida’. “Aquí están todos los servicios
básicos. Cuando ellos [los usuarios] vienen, necesitan asearse. Tenemos crema,
colonia, polvos de talco, cuchillas para que se afeiten…”, enumera Laura con
tal profesionalidad que parece que lo hace diariamente. Comenta que los
usuarios también pueden acceder al teléfono, al costurero y a periódicos como
los ejemplares de El País y El Mundo depositados en la mesa camilla. Desde este
‘punto de acogida’ es controlado el régimen de lavandería, ropero y ducha. Una
toalla por usuario es entregada.
En una de las salas contiguas del hall se encuentran Arancha y Lorena, las dos trabajadoras sociales
del centro. Dentro del despacho, unas escaleras de pocos escalones conducen a
la oficina del coordinador que continúa de vacaciones. Se preguntan dónde está
Manu, el técnico de empleo. Le conoceré más tarde en la lavandería. Ambas
terminaron la carrera de Trabajo Social durante el albor de la década 2000 y
llevan nueve años en el centro. “Siempre he tenido una motivación para
dedicarle a lo social, para ayudar a los demás”, manifiesta Lorena, cuya
particular bata de laboratorio es un mayúsculo poncho rojo. Acorde a este Polo
Norte. Arancha, en cambio, hubiera preferido estudiar Medicina pero no le dio
la nota. “Muy eficiente, buena compañera y muy resolutiva” es como esta última
describe a Laura como compañera de faena.
Entramos a otra de las estancias. “Aquí tienen acceso a
la televisión”, indica una Laura que baja el volumen de su voz mientras los
usuarios prestan atención al programa político Las mañanas de cuatro. Laura me guía hacia otro de los espacios donde
hay mayor algarabía pues las personas pueden conversar. Hay varios hombres
sacando fichas de dominó. En un rincón hay juegos de mesa como parchís, ajedrez
y damas.

El corazón del centro
Un pasillo conduce al comedor. La hora del sustento es de
12.45 a 13.45. Los usuarios se acomodan en las sillas de los dos anteriores
espacios, guardan el turno y pasan en tandas de cinco. “Cinco de una sala,
cinco de otra. Se espera. Cinco de una sala, cinco de otra”, enumera de nuevo
Laura en su afán como estricta guía. El pasillo está empapelado por unos
folclóricos azulejos con mosaicos de tono azul, verde y amarillo que ocupan un
tercio de la pared. También hay cabida para una cartulina de tonalidades similares.
¿Su nomenclatura? “El papel de los cumpleaños”. ¿Su fin? Celebrar los
cumpleaños de los usuarios el último sábado de cada mes. Se invita a café y
bollos. “No es una celebración como tal pero es algo más especial para que se
sientan un poco bien ese día”, desvela esta particular guía.
Persisten
los últimos rezagados en el comedor. Puri, una de las apostólicas, se desplaza
rápidamente con menuda complexión, en su afán amparador “en lo que uno puede”.
Vive en la planta de arriba con el resto de religiosas. Cada día tres
voluntarias ayudan a servir la comida y trasladarla desde el elevador -la
cocina está en la planta de abajo- hasta el mostrador del comedor cuya máxima
capacidad es de 150 personas. “El año pasado hubo una época en la que entraban
160 pero no es lo habitual”, recuerda Laura. Lo común suele ser 110-130
personas. El sonido ambiente es el de vajilla en movimiento. Un patio interior
con vegetación, balcones y furgonetas completa las vistas.
El menú de aquel martes fue lentejas con o sin arroz, albóndigas con una cucharadita de ensalada o de macarrones a la carbonara y de postre: dos manzanas, yogur y galletas María. Bon appétit y amén.
El menú de aquel martes fue lentejas con o sin arroz, albóndigas con una cucharadita de ensalada o de macarrones a la carbonara y de postre: dos manzanas, yogur y galletas María. Bon appétit y amén.